21 de agosto de 2016

Max Scheler: Filosofía

Max Scheler



Fue sin duda uno de los pensadores más sobresalientes de la Europa del primer tercio del siglo XX. A su muerte dijo Heidegger de él que era «la potencia filosófica más fuerte en la Alemania de hoy; no, en la Europa actual e incluso en la filosofía del presente en general…». Es muy difícil pensar en gran parte de la Ética, de la Psicología o de la Antropología del siglo XX sin el influjo de Scheler; también en Sociología, en Filosofía de la religión, y hasta en Teología moral las aportaciones de este autor fueron decisivas.

Sin embargo, hay rasgos de la persona y obra de Scheler que suscitan a veces cierta incomodidad. Quizá los más relevantes sean su falta de sistematicidad y lo que podría llamarse su rebeldía. Quien se acerca a sus escritos enseguida advierte que su desbordante genialidad le lleva a saltar de un tema a otro, dejando sin desarrollar algunas tesis o enzarzándose en la discusión de otras. En segundo lugar, resalta su carácter polémico: sea en lo referente a las ideas, lo que le lleva a extremar las posiciones en liza; sea con respecto a la tradición religiosa, sobre todo hacia el final de su vida. Con todo, es innegable que estamos ante uno de los más grandes y decisivos filósofos del siglo XX.

Aquí se expone el pensamiento scheleriano en torno a los dos campos donde su influjo ha sido mayor: la ética de los valores y la antropología. Gracias al método fenomenológico, este autor descubre los objetos que dan sentido al vivir, especialmente al vivir moral: los valores. A continuación se describe nuestra relación con ellos en las diversas esferas psicológicas: la perceptiva, la tendencial y el amor. Todo ello configura el entramado de la vida ética, que se articula en forma personal: la persona trata de formarse según un modelo personal valioso. Y la cuestión de qué sea y cómo se transforma la persona abre el campo de la antropología, donde Scheler muestra muy diversa postura en distintas etapas de su vida.

Obra

1902 fue para Scheler un año decisivo al conocer en Halle a Edmund Husserl. A partir de entonces quedará marcado, muy a su modo, por el método fenomenológico. El mismo Husserl le apoya para que en 1907 se traslade a la Universidad de Múnich; marcha en parte provocada por las dificultades que le creaba el carácter de su esposa. En la capital bávara disfruta de la amistad y la influencia de jóvenes fenomenólogos, en especial de Dietrich von Hildebrand. Pero en 1911 se ve obligado a abandonar Múnich debido a un escándalo promovido por su esposa —con quien rompe definitivamente—, a resultas del cual la Universidad le retiró la venia docendi. Desde ese momento hasta más allá del final de la Gran Guerra, viviendo primero en Gotinga y luego en Berlín, Scheler goza de un periodo de tranquilidad, aun viviendo casi en penuria económica por su apartamiento de la universidad. La ayuda de sus amigos fenomenólogos y su infatigable capacidad de trabajo hacen posible que afloren las intuiciones que barruntaba en su ciudad natal, fructificando en la mayoría de sus mejores y más importantes obras (algunas publicadas sólo póstumamente): 



El resentimiento en la moral (1912), Los ídolos del conocimiento de sí mismo (1912) El formalismo en la ética y ética material de los valores (1913-1916), Rehabilitación de la virtud (1913), Muerte y supervivencia (1911-1914), Sobre el pudor y el sentimiento de vergüenza (1913), Fenomenología y metafísica de la verdad (1912-1914), Ordo amoris (1914-1916), Modelos y jefes (1911-1921), Fenomenología y teoría del conocimiento (1913-1914), La idea del hombre (1914), Esencia y formas de la simpatía (1913-1922), De lo eterno en el hombre (1921), etc. También en ese periodo su vida privada se estabiliza contrayendo matrimonio católico con Märit Furtwängler.

Pasada la guerra, la genialidad y el espíritu católico de Scheler resonaba ya en toda Alemania. Hasta tal punto que Konrad Adenauer, siendo alcalde de Colonia y en su afán por reconstruir esa universidad, le restituye la venia docendi y le llama a ocupar la cátedra de filosofía y sociología, y a dirigir asimismo el reciente Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales. De esta última labor resultó su trabajo Problemas de una Sociología del conocimiento (1926).

Pero la vida en la ciudad renana le deparará un nuevo y profundo cambio, esta vez distanciándose moral e intelectualmente del catolicismo. Por un lado, en 1924 se divorcia de su esposa y contrae matrimonio civil con su alumna María Scheu. Por otro, en 1927 y 1928 ven la luz escritos donde la idea de Dios aparece lejana de la concepción personal del teísmo cristiano. Lo incómodo de su situación en Colonia —donde los creyentes lo consideraban apóstata y los no creyentes cristiano disimulado— le mueve a aceptar una oferta en la Universidad de Frankfurt a. M. Pero al llegar allí, sin comenzar siquiera su docencia, fallece de un repentino ataque cardíaco, el 24 de mayo de 1928. Es enterrado en Colonia, y poco después se publicaría su conferencia El puesto del hombre en el cosmos. Sus proyectos inmediatos se encaminaban a la definición de un sistema de Antropología filosófica y de Metafísica.

Las obras de Scheler están publicadas en 15 volúmenes por las editoriales Francke/Bern y Bouvier/München-Bonn, 1954-1997 (Gesammelte Werke, citadas aquí como GW); las recogemos al final junto con las traducciones al español hoy disponibles.

Objetivo

A la vista de tan agitada vida y rica producción, no es fácil trazar un itinerario que dé cuenta unitaria del pensamiento de Scheler. Más bien ha cundido la impresión (difundida en el mundo hispano por Ortega y Gasset) de que en este autor la agudeza y exuberancia inhiben la sistematicidad y el orden. Pero no faltan estudiosos cuya opinión es más matizada.

El propio Scheler escribía introduciendo El puesto del hombre en el cosmos: «Las cuestiones: ¿qué es el hombre, y cuál es su puesto en el ser? me han ocupado más profundamente que cualquier otra cuestión filosófica desde el primer despertar de mi conciencia filosófica» [GW IX, 9]. Desde luego, da la impresión de que semejante sentencia se halla demasiado imbuida del momento en que la escribe, pero da una pista certera. En efecto, la preocupación más honda y constante que se observa en sus obras es la persona humana, mas no siempre desde su perspectiva metafísica. Durante la mayor parte de su vida, Scheler se ocupó de la persona atendiendo a su vida moral, en concreto a entender unitariamente el vivir de un ser racional y pasional a un tiempo. Lo cual no es de extrañar precisamente en alguien tan inteligente y de una vitalidad desbordante, tal como sus conocidos atestiguan.


En los años del siglo XIX, el filósofo anduvo tanteando soluciones con las doctrinas que el momento le ofrecía: el psicologismo, el neokantismo, el idealismo. Pero ninguna de estas daba cuenta cabal de los hechos que componen la vida humana. Hechos que reclaman referentes objetivos, cuya validez se empeñaba en negar el relativismo entonces imperante y a los que el neokantismo tampoco daba cabida. Scheler, objetivista y realista convencido, veía en estas dos poderosas corrientes los principales objetivos por batir. La salida del estancamiento y el arma decisiva hubieron de venirle de Husserl: «Cuando, en el año 1902, el autor conoció por primera vez personalmente a Husserl en una sociedad que H. Vaihinger había fundado en Halle para los colaboradores de los Kant-Studien, se produjo una conversación filosófica que tuvo como tema el concepto de intuición y de percepción. 

El autor, insatisfecho de la filosofía kantiana, de la que había sido adicto hasta entonces, había llegado a la convicción de que el contenido de lo dado originariamente a nuestra intuición es mucho más rico que aquello que se abarca de ese contenido mediante procesos sensibles, sus derivados genéticos y sus formas de unidad lógicas. Cuando expresó esa opinión ante Husserl y dijo que veía en esa evidencia un nuevo principio fructífero para la construcción de la filosofía teorética, Husserl repuso al punto que él también había propuesto, en su nueva obra sobre lógica de inmediata aparición, una ampliación análoga del concepto de intuición a la llamada “intuición categorial”. De ese momento proviene el vínculo espiritual que en el futuro se dio entre Husserl y el autor y que para el autor ha sido tan sumamente fructífero» [GW VII, 308].

Scheler ve en el nuevo concepto husserliano de intuición el cielo abierto para poder acoger datos vividos a quienes los estrechos esquemas empirista y kantiano tenían cerrado el paso. Los rasgos fundamentales de la idea fenomenológica de intuición —incoada por F. Brentano y desarrollada por Husserl— son dos. En primer lugar, se trata de una intuición eidética, es decir, que tiene por objeto esencias y leyes esenciales, y no sólo hechos contingentes y particulares. De esta suerte, viene a ser un modo de conocimiento esencial, cuya validez es independiente de las variaciones circunstanciales y existenciales. Una intuición tal (y por extensión su contenido) es llamada por esta razón, y sólo por ello, intuición apriórica. No ha de confundirse, entonces, el a priori fenomenológico con el kantiano: éste se refiere al pensar, a las categorías del juzgar; el fenomenológico a lo pensado, a los contenidos esenciales conocidos. Con este instrumento, Scheler comienza a describir lo que llama experiencia fenomenológica. Una experiencia que no se limita —y este es el segundo rasgo de la intuición fenomenológica— a la experiencia cognoscitiva, sino que se extiende también a toda vivencia volitiva y sentimental. Estas regiones, sobre todo la afectiva, son sin duda componentes muy fundamentales que integran la vida humana, aunque resulte difícil su estudio. En este terreno se concibe como continuador de la tradición agustiniana y pascaliana.

Axiología o teoría de los valores

Los objetos que pueblan el mundo en que vivimos poseen cualidades de lo más variadas: formas, tamaños, colores, sonidos, pesos, etc. Pues bien, Scheler sostiene que algunos objetos, la mayoría, poseen también otro tipo peculiar de cualidades: las cualidades de valor. Se trata de unas cualidades que no son naturales, como las enumeradas antes, pero tampoco son propiedades ideales que nos dejen indiferentes, como la inteligibilidad de una ley matemática o la complejidad de una teoría. Lo característico de esas propiedades reside en que nos hacen atractivos o repulsivos, en el sentido más general, los objetos que las ostentan. Son, pues, cualidades no naturales —en expresión de G.E. Moore—, pues lo mismo se presentan en un sabroso alimento como en una acción ejemplar. Y sobre todo, lo distintivo de ellas es teñir los objetos como agradables o desagradables, buenos o malos, amables u odiables; por ellos las cosas provocan y reclaman una respuesta afectiva por parte del sujeto. No, por tanto, una mera respuesta teórica (como un juicio), ni siempre una respuesta práctica o volitiva (porque no siempre lo considerado exige su realización); ante lo que posee esas cualidades vivimos una respuesta sentimental, emotiva, afectiva, un íntimo pronunciarse a favor o en contra. Además, por lo dicho, ese reclamo lo experimentamos como proviniendo de las cosas; son ellas las que portan preferibilidad. Con otras palabras, las cualidades de valor son propiedades intrínsecas.



El término filosófico “valor” no era ciertamente nuevo. En el siglo XIX Lotze y Niezsche, cada cual a su modo, lo habían divulgado, y a principios del XX Meinong y Ehrenfels, discípulos de Brentano, lo afianzaban epistemológicamente. Husserl ya contaba con él como concepto clave en su doctrina ética. Pero corresponde sin duda a Scheler el desarrollo de su papel capital en la fundamentación de la ética en todos sus campos: los bienes, los fines, los deberes, las virtudes, los sentimientos y el carácter o personalidad moral.

Los valores son, según Scheler, cualidades; de hecho la comparación que varias veces ofrece los asemeja a los colores. Los colores hacen a las cosas coloreadas, los valores tornan los objetos buenos (o malos); los colores no existen propiamente sin cuerpos extensos, los valores tampoco sin objeto alguno. Y así como se puede pensar y establecer leyes acerca de los colores con independencia de las cosas coloreadas, igualmente los valores pueden ser objeto de consideración y de teoría con independencia —a priori— de las cosas valiosas o bienes: «Los nombres de los colores no hacen referencia a simples propiedades de las cosas corporales, aun cuando en la concepción natural del mundo los fenómenos de color no suelan ser considerados más correctamente que como medio para distinguir las distintas unidades de cosas corporales. Del mismo modo, los nombres que designan los valores no hacen referencia a meras propiedades de las unidades que están dadas como cosas, y que nosotros llamamos bienes. 

Yo puedo referirme a un rojo como un puro quale extensivo, por ejemplo, como puro color del espectro, sin concebirlo como la cobertura de una superficie corpórea, y ni aun siquiera como algo plano o espacial. Así también valores como agradable, encantador, amable, y también amistoso, distinguido, noble, en principio me son accesibles sin que haya de representármelos como propiedades de cosas o de hombres» [GW II, 35]. De esta suerte, las leyes de los valores (o axiológicas) rigen por la esencia de ellos mismos, sea cual sea la situación fáctica del mundo en cuanto a la existencia de bienes y males (la lealtad, por ejemplo, es siempre un valor positivo aun cuando no se diera ninguna acción leal o nadie la valorase como merece).

La Ética como seguimiento

Según se dijo, la obra mayor de Scheler está dedicada a la ética. También se advirtió que el comienzo y buena parte de ella se ocupa de establecer los fundamentos y de abrirse paso frente a las doctrinas heredadas de la tradición filosófica. De manera que es sólo al final cuando esboza su concepción de la ética propiamente dicha, es decir, como ideal y tarea morales. Para hacer comprensible su propuesta, el fenomenólogo ha de sacar a la luz, además, una nueva idea de persona. Sin embargo, puede describirse el núcleo de su ética con la definición de persona como ordo amoris (dejando para después la exposición más detallada de su antropología).

Pues bien, la médula de la idea scheleriana de la vida moral puede resumirse con las siguientes palabras: «La relación vivida en que está la persona con el contenido de personalidad de prototipo es el seguimiento, fundado en el amor a ese contenido en la formación de su ser moral personal» [GW II, 560]. Los elementos que aparecen en esta formulación constituyen los parámetros de la doctrina ética de Scheler, comprensibles a la luz de lo visto antes. El ideal moral de cada uno estriba en llegar a ser la persona moral ideal, o prototipo axiológico (llamada también, en Ordo amoris, “determinación individual”), a que se descubre destinado; y esa transformación del propio ser moral se lleva a cabo por virtud del amor a dicha persona ideal. Amor que al identificarse con el modo de vivir y actuar de esa persona se llama seguimiento. Dos son las claves de esta doctrina del seguimiento.

Una primera, la tesis según la cual a cada persona corresponde un ideal personal. Si recordamos que la persona es fundamentalmente un ordo amoris, una estructura de preferencias axiológicamente cualificadas, se comprenderá que ese ideal, modelo o prototipo, personal lo defina su autor como sigue: «el prototipo es, si atendemos a su contenido, una consistencia estructurada de valores con la unidad de forma de una persona; una esencia estructurada de valor en forma personal» [GW II, 564]. 

Y de la misma manera que a todo valor pertenece una exigencia o reclamo, un deber-ser ideal, dicha esencia de valor contiene el carácter de deber-ser en relación a aquel a quien corresponde ese modelo: «y, si atendemos al carácter prototípico del contenido, es la unidad de una exigencia de deber-ser fundada en ese contenido» [ibidem]. De esta manera, el sujeto moral ve perfilarse ante sí no sólo los deberes generales comunes a todos los hombres, que según Scheler se engendran de la jerarquía universal de los valores; sino también unos deberes individuales que le atañen y apelan de modo único e intransferible. Lo primero da sentido a la convocatoria ética general; lo segundo a la vocación personal que descubre la conciencia. Por otra parte, como guía en la búsqueda del propio ideal, Scheler propone unos modelos tipo dentro de los cuales, como en el seno de una estructura apriórica de personas axiológicas, pueda darse todo modelo posible. Esos tipos son: el genio, el héroe y el santo.

La segunda clave consiste en el modo como acontece ese proceso de transformación moral. Si la raíz de la persona moral es su ordo amoris —que viene a ser aquella disposición de ánimo que animaba toda acción—, esto es, si la persona consiste en amar de cierta manera, su transformación podrá tener lugar variando esa manera según el modelo ideal. Ahora bien, únicamente podremos percibir (sentir) cómo ama realmente ese ideal de persona si lo vemos encarnado, aun parcialmente, en personas reales. Es decir, análogamente a como es necesaria una cierta base de bienes para intuir valores, es también preciso que nos salgan al paso personas reales en las que intuyamos nuestro peculiar prototipo (o algún aspecto de él). Esas personas se nos aparecen, entonces, como ejemplares prototípicos (en el marco de los tipos aprióricos): «Este cambio y mudanza en la disposición de ánimo se realiza primariamente merced a un cambio de la dirección del amor en el convivir el amor del ejemplar prototípico» [GW II, 566]. A estos ejemplares no se debe tanto imitar externamente cuanto seguir internamente.

Antropología: del personalismo teísta al dualismo panteísta

El pensamiento antropológico de Scheler no fue homogéneo. En concreto, se suelen distinguir dos épocas, cuyo punto de inflexión se sitúa en 1922, donde es clara una variación de posición intelectual y de actitud religiosa. La discusión en torno a las razones de ese cambio, e incluso si se trata de una verdadera mutación o más bien de un desarrollo coherente, permanece aún abierta. Desde luego, no puede negarse la diferencia; por ejemplo en 1926, en el prólogo a la 3ª edición de su Ética (de cuyo contenido sin embargo no se desdice), escribe: «Es bien notorio el hecho de que el autor no sólo ha desarrollado con notable amplitud su punto de vista en ciertas cuestiones supremas de la Metafísica y filosofía de la religión, a partir de la publicación de la segunda edición del presente libro, sino que también ha variado en una cuestión tan esencial como es la Metafísica del ser uno y absoluto, hasta el punto que ya no puede llamarse a sí mismo “teísta”. (…) Por lo demás, las variaciones de las ideas metafísicas del autor no desembocan en variaciones de su filosofía del espíritu ni de los correlatos objetivos de los actos espirituales, sino en variaciones y ampliaciones de su filosofía de la Naturaleza y de su Antropología» [GW II, 17].

http://www.philosophica.info/voces/scheler/Scheler.html

Referencia

Enciclopedia Philosophica on line
http://www.philosophica.info/voces/scheler/Scheler.html

© 2007 Sergio Sánchez-Migallón Granados y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line


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